13/10/07

Una rosa cautiva en Birmania


Por Silvia Zimmermann del Castillo
Para LA NACION

Los análisis de los politicólogos y economistas ayudan a comprender los móviles que inspiran las acciones de quienes se enfrentan en los juegos del poder, y hasta dan cuenta de las razones financieras subyacentes a los sufrimientos de los pueblos. Eficaces en la descripción del presente y en la predicción de escenarios futuros, no logran, sin embargo, explicar por qué el mundo se empecina en ser un reino de infamia.

En momentos en que la realidad manifiesta grados extremos de ignominia, recobra vigencia una pregunta: ¿por qué el mal? Ella conduce a otro interrogante, formulado, acaso, con una carga suplementaria de desesperación: ¿hasta cuándo el mal?

En La imposible amistad, ensayo que ahonda en el pensamiento de Blanchot y Lévinas, la filósofa argentina Marta López Gil dice: “Pensar la guerra, los genocidios, el odio del hombre por el hombre es tarea ineludible. (…) Hay que valerse de una concepción del ser humano que incluya esos horrores y no los considere meramente contingentes. (…) Hace mucho que hemos dejado de hablar de esencia humana”.

Cuando el mundo se muestra altivamente inmundo, es tiempo de detener el frenesí de las urgencias y volverse hacia lo importante, es tiempo de plantearse las cosas esenciales y de retomar la búsqueda de la sabiduría.

En los últimos meses, con su situación sociopolítica alcanzando dimensiones escandalosas, Birmania (actualmente apodada Unión de Myanmar por capricho de su dictador) concentra la atención de las naciones. En una actitud de flagrante impudicia, la dictadura militar que detenta el poder desde hace 40 años reprime con inusitada violencia los reclamos de democracia promovidos por los monjes de los templos y amordaza a la oposición que lidera Aung San Suu Kyi, hija del héroe de la independencia birmana, que fue asesinado. En 1990, en un breve episodio de apertura democrática, ella obtuvo el triunfo electoral con el 82% del respaldo del pueblo. Nunca se le permitió a Suu Kyi asumir la presidencia.

El atropello de la injusticia siempre despierta sentimientos de indignación, pero también de impotencia. Surge otra pregunta: ¿es que no existe lo otro del mal, suficientemente fuerte como para vencerlo?

La doctrina gnóstica que floreció en los tres siglos anteriores a la llegada de Cristo –llegada que, además, anunciaba– habla de una lucha eterna entre Ahriman, principio del Mal, y Ahura Mazda, principio del Bien, advirtiendo que, no importa cuántas batallas ganara Ahriman, la victoria definitiva sería de Ahura Mazda. Lo que devela el gnosticismo es que el Mal y el Bien no existen más que en una interrelación de energías.

Por lo demás, los triunfos del mal suelen caracterizarse por su espectacularidad. El mal cuenta con un arma a su favor: la imposición del miedo, que agiganta las imágenes del dolor y la estatura del poder. El bien cuenta con su victoria final.

En Buda viviente, Cristo viviente, Thich Nhat Hanh explica su concepto de “interser”. El monje budista reflexiona: “Yo soy; en consecuencia, tú eres. Tú eres; en consecuencia, yo soy. Todos «intersomos»”. El aporte del budismo a lo social que emerge en el pensamiento de este filósofo vietnamita es que yo, desde mi interior, construyo el mundo interhumano, interactuando con los demás. El mundo soy yo, el mundo es mi yo expandido a los otros. Yo puedo aportar mi paz interior a la construcción de la paz del mundo. Yo debo aportarla.

Este budismo comprometido es el que anima la acción de esos monjes birmanos que caminan por las calles de Rangún pidiendo democracia y paz. Es que “toda revolución espiritual entraña una revolución ética”, enseña el Dalai Lama. La ética se ejercita en la acción y la acción implica mi relación con los otros. No puede haber elevación espiritual individual divorciada de un compromiso con la justicia en el mundo. No puedo ser bueno con Dios y mezquino con el que tiene hambre, indiferente a los sufrimientos de mi prójimo.

En estas mismas fuentes abreva Aung San Suu Kyi, prisionera desde hace cuatro años en su casa de Rangún. Bella, de apariencia frágil y delicada, pero de indoblegable fortaleza, mansamente firme en su verdad, al igual que una rosa ha reunido en su jardín, esporádicamente, a quienes siguen su liderazgo en la Liga Nacional para la Democracia, que triunfó en las elecciones de 1990. Desde su encierro, Suu Kyi encarna la promesa de una nueva concepción política para el mundo global: una política que fundamenta su pragmatismo en la sabiduría, antes que en la experiencia. Esta mujer, que mereció el Premio Nobel de la Paz por su lucha, sabe que la realidad es un fenómeno de cambio y que el mundo cambia a partir de uno mismo. Sabe que la reforma individual implica superar el miedo a los demás y el miedo a uno mismo: el fracaso, la debilidad, la minusvalía. Así lo dice en su libro Libres del miedo. El miedo es el origen del odio; el odio es la raíz del mal. Suu Kyi sabe que la guerra se gana cuando el espíritu no desfallece ante la mentira y la brutalidad, y tiene clara conciencia de que no hay mayor consumación de la justicia que la instauración de la paz.

El odio o el miedo llevó a Than Schew, líder de la junta militar, a trasladar a esta rosa cautiva de Birmania desde su jardín sobre el lago Inya a una celda en Insein. La desmesura de la acción presagia la victoria de Aung San Suu Kyi. El odio se consume en sus desesperadas maniobras.

Todo se asemeja a una leyenda que nos llega de lejos, una historia que transcurre en un país imaginado de oro y plegarias, arrozales húmedos y mercados acuáticos, con selvas exuberantes pobladas de pavos reales y elefantes que no olvidan y con ciudades repletas de santuarios cuyas cúpulas alcanzan el cielo. Pero la historia es real y acontece en nuestros días; es una historia de nuestra realidad que reproduce el milenario conflicto entre el bien y el mal, una batalla librada en un mundo en el que “intersomos”, capaces del odio, pero también capaces del amor. Es por eso que lo que ocurre en Birmania hace a nuestros más esenciales intereses y debe importarnos, porque la victoria de esos monjes y la de Aung San Suu Kyi será también nuestra victoria, la confirmación de que podemos cambiar el mundo y de que el mundo puede ser mejor.

Para ese entonces, la justicia no requerirá persecuciones ni castigos, porque la paz será la forma espiritual de la venganza, como en esos tremendos versos de Borges: “Antes de hundirme en el infierno/los lictores del dios me permitieron que mirara una rosa./Esa rosa es ahora mi tormento…”.

La autora es escritora, directora del Capítulo Argentino del Club de Roma.

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