3/11/07

Aunque abunde, el odio no alcanza para destronar a la junta militar

David Steinberg

El profesor estadounidense David Steinberg, experto en Myanmar (ex Birmania), asegura haber presenciado un fenómeno totalmente nuevo en las recientes revueltas del país del sureste asiático.

"Es la primera vez que la gente dijo: ‘Odio a la junta militar’. Nunca lo había escuchado con tanta claridad", señala el director de Estudios Asiáticos de la Universidad de Georgetown, Washington, de visita en Singapur.

El creciente rechazo a los militares que gobiernan Myanmar desde 1962, se agudizó con la represión que el régimen lanzó contra las pacíficas manifestaciones de los monjes budistas, muy respetados en la ex Birmania. Pero tampoco antes era el amor lo que mejor describe la relación de la junta, considerada una de las más represivas del mundo con la sociedad.

En su último informe sobre Myanmar, la organización Human Rights Watch denunció que la junta militar recluta niños –algunos de apenas 10 años– por la fuerza para incorporarlos al Ejército, amenazándolos con el arresto y golpeándolos hasta que se convierten en "voluntarios".

Tin Maung Maung Tan, del Instituto de Estudios Surasiáticos en Singapur, estima que el Ejército de Myanmar cuenta actualmente con unos 380 mil soldados.

El golpe de Estado que lo llevó al poder tuvo como objetivo poner fin a las repetidas insurrecciones étnicas. Muchos habitantes de la entonces Birmania aplaudieron el cambio, pero con el tiempo quedó demostrado que la junta apostaría por el temor general a la inestabilidad para cementar su papel de único garante de la unidad nacional.

El punto culminante llegó al renombrar el país como Myanmar, en 1989.

"Están seguros de que el país se derrumbaría sin ellos", dice Steinberg sobre los militares birmanos.

La junta asegura tener un papel modernizador y de desarrollo, pero para la construcción de carreteras, por ejemplo, recurre al trabajo forzado. Una ciudad entera puede recibir la orden de romper piedras con sus propias herramientas "por el bien común", en palabras de la junta.

El vocabulario de los uniformados incluye también los términos "donación" para el dinero conseguido en redadas, como las que se llevaron a cabo en represalia por las manifestaciones de septiembre.

Los militares también necesitan dinero para pagar a la gente que reúne en las manifestaciones en apoyo de la junta, unos 100 kyat por persona (siete centavos de dólar).

Más de 50 mil suelen agolparse en estadios o parques para cantar consignas a favor del régimen, que son difundidas a todo el país por la prensa estatal.

La mayoría de los habitantes de Myanmar solo conoce la vida bajo la dictadura militar. Quizás esto explique que rara vez se cuestione su legitimidad a pesar de la represión, la violación de derechos humanos, la desastrosa política económica y el lujo y la ostentación en que viven sus líderes militares.

El alcance del resentimiento popular pudo verse otra vez esta semana en la primera manifestación desde la feroz represión de septiembre, en la que según el Gobierno murieron solo 10 personas. Diplomáticos occidentales y disidentes aseguran que la cifra es en realidad mucho mayor.

Unos 200 monjes budistas marcharon el miércoles en Pokokku, una ciudad sobre el río Irrawaddy, 30 kilómetros al noreste de Bagan, cuyos monjes iniciaron las protestas de septiembre.

Sin embargo, nadie se atreve a apostar por la salida de los militares en un futuro previsible. En sus 45 años de gobierno, la junta ha extendido su control por todo el tejido social y económico del país. Las mayores empresas pertenecen a los oficiales del régimen o a sus familiares.

Funcionarios, compañías, escuelas, hospitales y clubes sociales, todo está en sus manos.

La represión contra opositores como la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, en arresto domiciliario durante 12 de los últimos 18 años, mantiene alejada la posibilidad de instituciones alternativas que estén en condiciones de gobernar el país.

Christiane Oelrichl

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