Tras dos semanas de violenta represión a los manifestantes opositores pacifistas al régimen militar, éste dice que hubo nueve muertos. Pero la cifra real sería otra. Los monjes budistas quieren ganar la lucha sin armas.
En el río Moei en Tailandia no hay una avalancha de refugiados cruzando la frontera de Birmania. Sin embargo, los medios del mundo los están esperando. Desde Rangún llegan informes inquietantes de monjes que huyen de la ciudad y de miles que están encerrados en prisiones improvisadas, con poco para comer y beber. Nueve murieron durante los disturbios, dice la junta militar que se llama a sí misma el Consejo del Estado de Paz y Desarrollo –un nombre orweliano apropiado para una banda de carniceros que gobierna el país donde George Orwell una vez fue policía–. La cifra real daría cuenta de unos 200, pero todavía nadie sabe dónde están los cuerpos.
El baño de sangre de Rangún la semana pasada no fue una sorpresa para los veteranos observadores del país. Lo que se esperaba era lo que ocurrió después de la más sangrienta represión en 1988: una avalancha de refugiados políticos hacia la frontera. Sin embargo no sucedió. Hace una semana tres monjes escaparon atravesando el río Moei que divide los dos países y desaparecieron en casas seguras. El martes, un mayor del ejército birmano, harto de obedecer órdenes despreciables, siguió sus pasos. Huir desde Rangún hasta Tailandia, una distancia de 300 kilómetros, es peligroso pero no especialmente difícil. Un ex líder estudiante que huyó de Birmania hace dos años me explicó que hay un tráfico regular de contrabandistas de gemas entre Rangún y Tailandia, que pasan sobornando a la policía a lo largo de la ruta. El le pagó a un contrabandista para que lo llevara junto con las gemas. Sucede todo el tiempo.
Pero no está sucediendo ahora, y no porque sea más peligroso que normalmente, sino por otra razón, una que sugiere que este levantamiento particular no ha terminado. Y que el estado de ánimo de desesperación de algunos comentaristas occidentales puede ser prematuro. Me reuní con el Dr. Naing Aung, un importante activista birmano en el exilio, en un pequeño café en esta ciudad que es un emparche de grupos étnicos birmanos, así como tailandeses musulmanes, indios y chinos. Aung fue uno de los miles que escapó de Rangún y de muchos años en la cárcel después de la represión de 1988. Pero hoy, me dijo, el ánimo en Rangún es totalmente diferente.
“La gran diferencia entre 1988 y ahora es que cuando salimos de Birmania hacia la frontera nos estábamos preparando para la lucha armada para derrocar el régimen. Salimos y comenzamos a entrenarnos para luchar al lado de los ejércitos étnicos que estaban peleando. Pero ahora los manifestantes en Birmania están a favor de la lucha no armada. Quieren vencer ganándose el corazón de la gente.
Los analistas sostienen que la no violencia contra regímenes como el de Birmania, que tiene las manos manchadas de sangre, es inútil. Sin embargo esta nueva generación de rebeldes puede demostrar que están equivocados. El mundo despertó al levantamiento birmano cuando los monjes comenzaron sus marchas hace dos semanas. Aung explica que ésta fue la culminación de una larga serie de pequeñas manifestaciones que comenzaron cuando los activistas de su generación, encarcelados después de 1988, comenzaron a salir de las cárceles en la década del ’90. “Comenzaron con movimientos en pequeña escala contra los que el régimen no podía hacer nada: el “domingo blanco” con mucha gente vestida de blanco los domingos; las “expresiones blancas”, miles de personas escribiendo sobre sus sufrimientos bajo el régimen, imprimiéndolas y distribuyéndolas en secreto. Los activistas en libertad hicieron mucho educando a la gente común sobre sus derechos humanos”.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.
1 comentario:
Celita Doyhambehere, destacada traductora
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