La Nueva España - Cuando se prepara un viaje conviene procurarse cierta información sobre el lugar adonde se piensa ir. Está bien conocer los nombres de las ciudades, de sus ríos, pero también la cultura y las tradiciones de la gente con la que se va a convivir durante un tiempo. Para eso están las guías de viajes; pero no sólo, hay otra forma más intensa y agradable de conocer un país: la literatura.
Jorge Volpi, el escritor mexicano, lo deja muy claro: «la literatura es una forma de explorar el mundo». Y en ese «mundo», entiendo yo, está lo que se esconde en lo más profundo del corazón de los hombres, adonde ninguna guía, por muy completa que sea, sueña con acercarse siquiera.
Por eso, cuando el verano pasado me disponía a viajar a Myanmar (o Birmania, si se prefiere), leí dos novelas que se desarrollaban en el país: Los días de Birmania, de George Orwell, un libro imprescindible por muchas razones, y que ya fue comentado en este mismo suplemento de La Nueva España, y El afinador de pianos, de Edgar Drake, obra bastante más prescindible que la anterior.
Pero, sin duda, el libro que mejor y más me informó sobre ese «algo» inaprensible de la condición del ser humano, de su sociedad -en este caso la birmana-, y que no admite fáciles reglas ni definiciones, fue Cartas desde Birmania, de Aung San Suu Kyi.
A lo largo de sus páginas, la prosa de la carismática líder resplandece en toda su sencillez con un estilo directo, sin florituras, cargado de una poesía elemental que transmite un mensaje alejado de cualquier panfleto político y que, por eso mismo, lo hace mucho más efectivo a la hora de denunciar la situación política del país: los pucherazos electorales, la represión y las torturas, la sordidez y miserias del régimen militarÉ desfilan por estas páginas con una sorprendente ausencia total de rencor:
«Este es el octavo invierno en que, al levantarme de la cama y mirar por la ventana la limpia lozanía del mundo, nunca dejo de preguntarme cuántos presos podrán degustar las delicias de Hementa sobre la que nuestros poetas escribieron con tanta nostalgia. Sería interesante leer poemas acerca del invierno tras los infranqueables muros de las prisiones que cierran el paso al rocío plateado y al velo del sol, al aroma de las pálidas flores invernales y al sabor de las jugosas y calientes comidas».
Pero el libro (al que, por cierto, le sobran unos dibujos que recuerdan una mala colección juvenil), que se escribió en la clandestinidad para ser enviado al exterior y mostrar así la difícil realidad birmana, es mucho más que un libro de denuncia. La sociedad birmana discurre plácidamente por estas cartas bajo el atento y amoroso ojo de Aung San Suu Kyi: los pequeños avatares domésticos de su familia y amigos, la gastronomía del país, sus festividades, el papel esencial de la religión budista en la sociedad birmana, tan difícil de entender, por otra parte, a los ojos occidentalesÉ
Cuando en julio pasado estuve en Birmania era difícil predecir lo que iba a ocurrir un mes después con el levantamiento encabezado por monjes budistas contra la dictadura militar. Lo que sí era fácil de percibir en la calle era el amor de los birmanos hacia Aung San Suu Kyi. «La Señora vive ahí», señalaban con la cabeza los taxistas al pasar cerca de su casa. «The lady», decían en inglés, con un respeto que iba más allá de las dificultades de comunicarse en una lengua extranjera. En su propia lengua, cuando se refieren a ella, la llaman «daw», que significa «tía».
Por eso pasó lo que pasó en el mes de agosto último: es muy duro soportar que a un familiar lo tengan encerrado 15 de los últimos 18 años, como le ocurre a Aung San Suu Kyi. Aunque como ella misma reconoce con humildad en sus Cartas desde Birmania:
«No hay nada que pueda compararse con el valor de las gentes normales cuyos nombres son desconocidos y cuyos sacrificios pasan inadvertidos. El valor que se atreve sin el reconocimiento, sin la protección de la atención de los medios, es un valor que humilla e inspira y reafirma nuestra fe en la humanidad. Tal valor lo he visto años tras años».
Ahora que los ojos del mundo se han desentendido de Myanmar y de su tragedia, de sus muertos, de los encarcelados por reclamar un sistema más libre y democrático, ahora que nuestra sociedad de consumo mediático reclama nuevos platos para satisfacer su apetito morboso, leer la prosa cautivadora de Aung San Suu Kyi es, además del deleite propio, una forma de no olvidarla a ella ni al pueblo de Birmania.
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