Monjes budistas rezando en Rangún en septiembre pasado. | ||
BANGKOK (AFP) — La 'revuelta azafrán' de 2007 en Birmania, donde monjes budistas apoyados por la población desafiaron a la dictadura y lo pagaron con su vida, es un punto de quiebra, pero la violenta reacción y el endurecimiento del regimen no incitan al optimismo, según los diplomáticos.
Nadie había previsto la sublevación consecutiva a dos errores de los militares en el poder: un brusco aumento de precios, el 15 de agosto, que exacerbó el sufrimiento de la población, y el apaleamiento, tres semanas más tarde, en Pakokku (centro) de varios bonzos por esbirros de la junta.
Los generales se vieron enfrentados a una contestación sin precedentes desde 1988 y a manifestaciones diarias que culminaron el 24 y 25 de septiembre con la participación de decenas de miles de monjes con sus túnicas color azafrán y de un número impresionante de ciudadanos corrientes.
La represión fue brutal. En Rangún las fuerzas de seguridad dispararon con balas reales dejando 10 muertos, entre ellos un periodista japonés, según un balance oficial, desmentido por otras fuentes. Un investigador de las Naciones Unidas señala 31 muertos y 74 desaparecidos.
Según Amnistía Internacional (AI), unos 700 "sospechosos", entre los miles de detenidos durante y después de los desfiles pacíficos, siguen en los calabozos de la junta, sin contar los 1.150 presos políticos que ya estaban en la cárcel desde antes de los acontecimientos.
Algunos monasterios han cerrado sus puertas y "muchos monjes que estudiaban en Rangún han vuelto a sus provincias sin participar en los exámenes por miedo a ser apresados" en base a las fotos y vídeos tomados durante las manifestaciones, explicó un dirigente religioso a AFP.
Difundiendo el miedo, los generales han logrado imponer la idea de que cualquier individuo estaba potencialmente en la ilegalidad, lo que hace difícil cualquier nueva sublevación, indicó un responsable de la ONU.
Cólera, desesperación y resignación son los sentimientos que dominan hoy en la población, traumatizada por la amplitud de la represión impuesta por un régimen que fue desestabilizado, agregó.
Al atacar a los bonzos surgidos de la población, la junta militar, en el poder desde hace 45 años, atacó uno de los pilares de su legitimidad, la religión budista, que es ampliamente mayoritaria en Birmania.
Debilitado en el frente internacional, el régimen castrense birmano se ha visto obligado a hacer algunos gestos simbólicos.
Ha autorizado por ejemplo que un enviado especial de la ONU, Ibrahim Gambari, visite en dos ocasiones el país, y ha nombrado un oficial de enlace para establecer relaciones con la dirigente de la oposición y Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, 62 años, bajo detención domiciliaria.
Invocando su soberanía, sin embargo, hizo anular una declaración de Gambari en la cumbre anual regional de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) y expulsó al jefe del equipo de la ONU en Rangún, Charles Petrie, que había denunciado la pobreza en Birmania.
El 3 de diciembre, el régimen indicó que de ningún modo se iba asociar a Aung San Suu Kyi al proceso de redacción de una nueva Constitución.
De paso, una semana más tarde en Bangkok, el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, advirtió que la comunidad internacional "perdía la paciencia".
Si la cuestión birmana volviera al Consejo de Seguridad de la ONU, China podría utilizar su derecho de veto y bloquear cualquier acción internacional, como ya lo ha hecho en el pasado.
El endurecimiento de las sanciones occidentales, en particular de parte de Estados Unidos y de la Unión Europea (UE), ha contribuido con seguridad a la actual rigidez del régimen, estima un diplomático, que agrega que "a corto plazo no hay razones para ser optimistas".
Es más, algunos analistas opinan que sólo queda esperar "el relevo generacional", apostando por la partida de los viejos generales birmanos, con la esperanza de que sus sucesores opten por la democracia.
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